Las expectativas de un nuevo Papa

Foto El Litoral

El refrán es antiguo pero vigente: "En el sacro colegio cardenalicio el que entra Papa sale cardenal". Esto quiere decir que los cabildeos, especulaciones, deseos y hasta apuestas acerca del nombre y apellido del nuevo Papa, nunca se cumplen. (Foto El Litoral)



Es discutible si la elección del heredero de Pedro es obra del Espíritu Santo o de la racionalidad de una institución, pero lo que está fuera de discusión es que la elección es rigurosa y que atendiendo, por ejemplo, a los nombres de los últimos cinco o seis Papas, nadie puede decir que se haya elegido a la persona incorrecta, ni siquiera el Espíritu Santo.


Yo no sé si lo mejor que le puede ocurrir a la Iglesia sea que al Papa lo elijan los fieles, los obispos como auténticos representantes de los apóstoles o los cardenales. De lo que estoy seguro es que la misión encomendada al colegio cardenalicio siempre fue cumplida con un notable nivel de excelencia, salvo que alguien suponga, por ejemplo, que Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI no hayan sido, cada uno en su momento, opciones adecuadas para la Iglesia. La talla espiritual e intelectual de los mencionados pontífices me exime de mayores comentarios al respecto.


Si esto fue así hasta la fecha, no hay motivos para temer cambios en el futuro. Más allá de los rumores, las intrigas y las sigilosas e indiscretas luchas internas -que, dicho sea de paso, siempre existieron- lo seguro es que el nuevo Papa estará adornado de las virtudes que distinguieron a sus predecesores. ¿Algún misterio explica esta clarividencia? Puede ser, pero como en general no me gusta resignarme ante los misterios, diría que una de las claves que explican las virtudes de la elección es la proverbial sabiduría de la Iglesia Católica y la excelencia teórica y capacitación profesional de los cardenales. ¿Cómo explicar esas virtudes? ¿Son perfectos? ¿Son santos? No lo creo y supongo que tampoco ellos lo deban creer demasiado. A mi modesto criterio, todo es más sencillo: saben lo que quieren y lo saben hacer bien. Además, creen en lo que hacen.


Según se sabe, los cardenales conversan entre ellos para decidir el perfil del sucesor, después vienen los nombres. Estimo que es innecesario decir que los criterios de selección son complejos, pero más allá de las vicisitudes del proceso lo que queda claro es que las evaluaciones que deciden la elección no son las que habitualmente manejan los profanos. Consideraciones como conservador o progresista, derecha o izquierda, influyen pero no son decisivas. Temas que rozan el escándalo como la pederastia o la corrupción sin duda que gravitan, pero los desafíos y los problemas reales de la Iglesia Católica son muchos más serios que estas dificultades.


Inútil discutir o especular con nombres propios. Cualquiera de los 115 cardenales puede llegar a serlo, ya que muy bien allí podría cumplirse el principio que Napoleón alentaba para sus soldados: cada uno de ustedes lleva en la mochila el bastón de mariscal. Una certeza razonable es que atendiendo la identidad de los cardenales y la propia historia de la Iglesia, el perfil del nuevo pontífice será conservador, es decir, defenderá desde el punto de vista dogmático y moral los valores sostenidos por la Iglesia Católica, valores cuyos contenidos no son un secreto para nadie.


En temas como el aborto o la eutanasia, no habrá novedades. Tampoco serán significativas las novedades en materia de homosexuales y matrimonios del mismo sexo. Respecto del celibato o la ordenación de las mujeres, puede que haya algunas leves correcciones, que en todos los casos tendrán más que ver con disposiciones de contención que con cambios profundos. Las críticas al hedonismo, el relativismo moral y cierta secularización consumista se mantendrán intactas y en algunos aspectos incluso se acentuarán. En definitiva, los principales desafíos de la Iglesia no serán estos temas sobre los cuales, para bien o para mal, ya tiene posición tomada, sino debatir cuál debe ser su rol en el siglo XXI; cómo se adapta a los nuevos tiempos sin dejarse arrastrar por los sospechosos vientos del mundo y sus efectos más nocivos: las modas y los humores de la coyuntura. En todos los casos lo que sí continuará será la lucha por la paz entre los hombres, la crítica al capitalismo salvaje y su efecto más doloroso: la pobreza, y el ecumenismo en un mundo donde la pluralidad de opciones en materia religiosa no es un hecho opinable sino un dato de la realidad.


Por lo tanto, los reformistas deberán resignarse a convivir con un Papa conservador, un Papa que será prudente hasta en los detalles para consentir los cambios. Esto sin duda que provocará malestar entre los creyentes, pero para los veteranos dignatarios eclesiásticos siempre será preferible ese malestar que los precipitados saltos al vacío. Ocurre que lo que los reformistas y radicales no suelen tener en cuenta, es que la nave de la Iglesia transita por senderos escabrosos y plagados de acechanzas, motivo por el cual sus timoneles no pueden comportarse como adolescentes irresponsables deseosos de vivir la emoción de los cambios, sin medir las consecuencias que una institución con dos mil años de existencia debe tener en cuenta a la hora de decidir o autorizar decisiones.


Es que más allá de los problemas visibles que, insisto, siempre existieron, la Iglesia Católica goza de muy buena salud, a pesar de los certificados de enfermedad grave o defunción que sus adversarios y enemigos le extienden periódicamente. Su ascendencia espiritual, política e institucional sigue siendo importante, las multitudes en la Plaza de San Pedro dan cuenta de la devoción y amor de sus fieles y, por su parte, el Papa continúa siendo una de las grandes autoridades del mundo.


Los problemas existen, son serios, pero los cardenales saben que si sus antecesores supieron resolverlos adecuadamente en otros momentos, también sabrán resolverlos en el futuro. Si no obstante, algunos cambios se producen, estos serán promovidos por dignatarios de signo conservador. La afirmación parece paradójica, pero es verdadera. Es la experiencia histórica la que enseña que en instituciones de este fuste los cambios no los producen los que gritan más sino los que tiene más paciencia, una conciencia más aguda y refinada del signo de los tiempos y una disponibilidad práctica de los instrumentos de poder necesarios para promover cambios reales. Asimismo, un Papa de signo conservador define una identidad, pero esa identidad nunca es una totalidad cerrada. La relación conservación y cambio es siempre mucho más rica de lo que se supone al primer golpe de vista. Las responsabilidades de un Papa, sus compromisos y exigencias diarias, desbordan las calificaciones y los esquemas ideológicos.


¿Quién se pondrá las sandalias del pescador?, es la gran pregunta que durante el mes de marzo se harán millones de fieles, dignatarios de la iglesia, dirigentes políticos y empresarios y jefes de Estado. El Papa es un líder religioso, pero es también un jefe político con las responsabilidades que de allí se derivan. Su poder es grande, pero no estoy seguro de que sea absoluto. Las decisiones que toman no provienen ni del capricho ni una supuesta comunicación secreta con Dios, sino en consulta con obispos y cardenales, sin perder de vista aquellos valores que constituyen la identidad histórica de la Iglesia Católica.


Según el artículo 331 del Código Canónico, el Papa dispone de una potestad que es suprema, plena, inmediata, universal y la puede ejercer libremente. Las atribuciones incluyen el principio de infalibilidad, una facultad discutible, pero que el propio Ratzinger se encargó de explicar con su habitual claridad: "Este dogma no significa que todo lo que diga el Papa es infalible, significa en todo caso que en el cristianismo, en la fe católica en todo caso, hay una última instancia que define. Es algo que no es subjetivo sino que se ha tomado conforme a la conciencia de la tradición".


Infalible, absoluto, supremo, sería un error equipararlo a los monarcas absolutos del mundo antiguo, más allá de que algunos de sus rituales evoquen esa tradición. Al respecto, si lo que se desea es entender cómo funciona la Iglesia Católica, en qué creen sus dirigentes y cómo sostienen esas creencias, se hace necesario advertir y recordar que la estructura de la iglesia no es jurídica sino sacramental.


Lo cierto es que para la primera semana de marzo el Colegio cardenalicio se reunirá para elegir al sucesor de Pedro. Se abre entonces un período de expectativas que será seguido en cada uno de sus detalles por millones de personas. En el sagrado recinto los cardenales seguramente se encomendarán al Espíritu Santo para que los ilumine, lo que no impedirá un intenso y a veces áspero trajín interno en el que estarán presentes intereses, diferencias, conflictos de ardua resolución y, por supuesto, cálidas esperanzas.


Por Rogelio Alaniz | El Litoral

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